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viernes, 31 de octubre de 2014

EL RENCOR DE LOS DIOSES VIVIENTES. SIETE.






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Extramuros
Hay formas de pensamiento que llevan a los hombres a matar, o a morir, en su nombre. Muchos las llaman “ideales” cuando deberían llamarlas “estupidez”. 
Hay hombres que no conciben otra forma de vida que la defensa de la estupidez. 
Todas las guerras se alimentan del alma de hombres así. 

En octubre de 1918 Agustín Deza era tan estúpido como lo había sido cuatro años antes, cuando abandonó el negocio familiar para alistarse en el ejército alemán. Buena parte de la lana de los Deza, tras pasar por las industrias textiles catalanas, abastecía de mantas y capotes al ejército alemán. Como representante de la familia en su intento de expandir el mercado, Agustín había viajado por Europa, conociendo un mundo mayor y más complejo que aquél en que se había criado, un mundo que encontraba más ordenado y fuerte que su España natal, gobernada por una débil monarquía y cada vez más socavada por protestas obreras y desórdenes sociales. Cuando el anarquista Princip asesinó a los archiduques de Austria, Agustín se sintió tan indignado y amenazado como millones de europeos, temiendo que el orden establecido, todo aquello que parecía fiable y previsible, sucumbiera ante el caos. Mandó a su familia a España, dejó el control de los negocios en manos de sus hermanos y se alistó en el ejército alemán. Desde entonces, y como parte de la 1ª Compañía del 16º Regimiento Bávaro de Reserva, había convivido con la muerte en las cercanías de Ypres, manteniéndose vivo e ileso allí donde un millón de hombres de ambos bandos acabaron entregando su vida al ideal. O a la estupidez. O a la mala suerte. 
Agustín Deza no tenía miedo a la mala suerte. De hecho, sus compañeros de armas le llamaban “Glücklicher”, el “Afortunado”, porque las balas enemigas parecían esquivarle y las granadas esperaban a que hubiese pasado para estallar. 
Los más novatos aprendían pronto que asaltar una trinchera era más seguro tras los pasos de Glücklicher, y todos pensaban que algún dios de la guerra debía favores al joven español.
Era un hombre jovial, generoso, y sólo se le veía serio cuando, sentados en las trincheras bajo la lluvia que embarraba almas y tierra, los soldados recordaban a sus familias. Entonces Agustín se tornaba melancólico, hablaba de las amplias tierras de su infancia y de la belleza de Mercedes, su esposa, o de los juegos de sus cuatro hijos, a los que recordaba correteando, gateando casi, entre las ovejas y las jaras. No compartía las charlas obscenas sobre putas y saqueos, y hablaba con seriedad de lo necesarios que eran los regímenes políticos fuertes en Europa, y lo preocupante que resultaba la situación de España, donde el rey Alfonso parecía consentir todo tipo de desmanes causados por anarquistas como los que iniciaron la guerra. 
Coincidía en aquella actitud con casi todos los presentes, aunque el más cercano a sus opiniones, e incluso más extremista que él, era el joven cabo de la unidad. Su amistad se basaba no sólo en la semejanza de pensamiento político sino también en que llevaban en Ypres desde el principio de la contienda. Eran de los pocos que podían presumir de haber sobrevivido a sus ideales. 

 Agustín estaba leyendo las cartas de su familia, en que le contaban cómo iban los negocios y trataban de alegrarle con anécdotas sobre sus hijos y sobrinos, aunque no le ocultaban su preocupación por Fernando, el joven que había aprendido demasiado pronto el secreto de las llaves, o al menos parte de él. 
Palpó distraídamente su propia llave, una larga y delgada pieza de madera oscura, de ángulos lisos y rectos que, como todas ellas, carecía de curvas. Pronto, se dijo, acabará la guerra y podré volver con ellos, y ayudar a Sebastián con el niño. 
Sacó la llave de entre los pliegues del uniforme y la apretó en el puño. Era su talismán. Mejor que la mayoría de talismanes, porque funcionaba. Le había mantenido a salvo de balas y bombas durante cuatro años, y su magia seguía siendo fuerte. 
Alzó la cabeza al darse cuenta de que alguien le miraba, y se encontró con los ojos de perro cansado del cabo. Agustín guardó la llave y las cartas antes de levantarse para unirse al amigo y aceptar la taza de café aguado, mil veces hervido, que le ofrecía. 
-Es un café horrible –dijo. 
-Está caliente –respondió el cabo, que nunca se quejaba de las penurias de la guerra– y en todo caso es lo que tenemos. 
-Tienes toda la razón. En fin, ¿empezamos la patrulla?
Antes de que el pequeño oficial pudiese contestar, los gritos de terror y alarma llenaron el aire frío. 
El enemigo atacaba. 

Recuperó la conciencia cuando su casco cayó al suelo y la helada lluvia le empapó. Su cuerpo se bamboleaba y sus ojos, ardientes y empañados, sólo le mostraban un paisaje plomizo, embarrado, donde los cascotes y las trincheras habían sustituido a huertos y edificios. Vomitó, sintiendo como si sus pulmones, sus entrañas todas, saliesen por la irritada garganta. La bilis empapó el uniforme del hombre que le llevaba a cuestas, como un saco cargado sobre una espalda ancha y musculosa. 
-¿Glücklicher? –preguntó, aunque le pareció que su voz moría antes de nacer en la garganta rota. 
Agustín le dio unas palmadas en la mano. 
-Sabía que estabas vivo –dijo alegre. 
El cabo se despejó lentamente, aunque seguía mareado y la piel, expuesta al gas mostaza, le ardía. Su visión era borrosa, casi nula en el ojo derecho. Agustín le llevaba a hombros, cargado de forma transversal a su propia espalda, con las manos y los pies unidos y sujetos frente a su pecho, como había transportado a miles de corderos allá en su tierra española. El pequeño austriaco no pesaba mucho más que un recental bien cebado.
-Tras aquella loma está el hospital... –dijo el español. 
El cabo trató de responderle, pero de su garganta sólo surgió un nuevo chorro de bilis. El espasmo de su cuerpo desequilibró a Agustín y ambos cayeron, rodando por el barro. 

Respiraron fatigosamente durante unos segundos, temblando por el esfuerzo y la fría lluvia. Estaban inmersos en un mar de barro, plagado de estacas rotas, trincheras abandonadas y agujeros en la tierra castigada por mil morteros. Al otro lado de la pequeña loma, el hospital de campaña aguardaba como una promesa de paraíso, y Agustín sacó fuerzas de alguna oculta reserva para volver a cargar con su compañero. 
-Puedo... puedo andar –dijo él antes de que le levantase de nuevo. 
-¿Estás seguro?
El cabo asintió de nuevo, incorporándose, aunque se apoyó en el hombro de su camarada. Al principio de la guerra había sufrido una herida en la pierna, y en ocasiones aún le dolía. 
-Puedo llegar –dijo, forzando a su garganta abrasada. 
Agustín observó el rostro de su compañero, su cuerpo enjuto, casi mínimo, buscando heridas graves. No parecía más vapuleado que él mismo, aunque sabía por experiencia que las ampollas y quemaduras del gas mostaza no aparecerían hasta unas horas después. La respiración dificultosa y la voz ahogada del cabo eran prueba suficiente de que la venenosa sustancia había afectado sus vías respiratorias, pero no de forma grave. 
Agustín había visto caer los primeros cilindros disparados por los morteros justo a tiempo, había escuchado los gritos de alerta de sus camaradas y se había colocado la máscara antigas. También el otro lo hizo, pero sus filtros estaban sucios y tuvo que arrancársela unos minutos después, incapaz de respirar. 
Mientras el grupo retrocedía, las bombas de mortero sacudieron la tierra. El enemigo tenía intención de desalojarles, pero siempre había explosivo convencional cayendo junto al gas mostaza, para aumentar el terror y el desorden entre los hombres atrincherados. Agustín apretó con fuerza la llave que colgaba de su pecho, sintiendo la calidez que la magia emanaba, y supo que ninguna bala, ninguna bomba, le mataría. Cuando el cabo cayó por la onda expansiva de una explosión, sumergiéndose en la oscura miasma del gas mostaza, el español cargó con él sobre sus hombros y corrió hacia el hospital, gritando para que los compañeros tuviesen una referencia, para que le siguiesen en la retirada, sabedor de que algo de su suerte les protegería. 
Pero no fue suficiente. El enemigo sabía tan bien como ellos que Alemania estaba a punto de perder la guerra, y sus ataques eran cada vez más duros, cada vez más constantes. El intenso bombardeo acabó con la mayoría, y el resto se perdieron entre la niebla, el gas y el humo de las explosiones. Agustín llegó solo a la colina. Su único compañero era el hombre herido que cargaba, y al mirar en torno a ellos, no había más rastro de vida que los escasos arbustos que aún se atrevían a crecer entre los escombros, y unos pocos árboles tan veteranos de guerra como ellos mismos. 
-Todos han muerto –dijo. 
-Todos menos nosotros –el austriaco caminaba arrastrando los pies, sujetándose el estómago con una mano–, nosotros hemos tenido suerte. 
-Como siempre –sonrío Agustín, palmeando su pecho.
El tejado del hospital ya era visible tras la colina, y ambos hombres sintieron que lo conseguirían de nuevo. 
-¿Es por la llave, verdad?
Agustín no respondió. Durante aquellos años fueron muchas las teorías sobre su suerte, las ideas más o menos locas que los camaradas intercambiaban como leyendas, tratando de explicarse el respeto que balas y explosiones tenían con él. Pero un Deza nunca hablaba de sus llaves si no era con otro Deza. La magia necesita del secreto. 
-Es por la llave –afirmó el cabo. 
-Ya casi hemos llega...
El dolor fue inmediato, súbito, y desapareció en un ramalazo, llevándose con él todo aliento, todo rastro de vida. Agustín Deza no tuvo tiempo ni de sorprenderse cuando la bayoneta de Adolf atravesó su corazón, apenas tuvo tiempo de sentir un olor, un recuerdo de trigo seco y lana húmeda antes de caer muerto. 
El cabo cogió la llave, colgándola de su propio cuello, y cerró los ojos del cadáver, abandonándolo bajo la lluvia en una trinchera cercana para seguir, casi arrastrándose sobre las rodillas, hasta el hospital de campaña. 
A partir de ese día, Adolf supo que no debía temer a balas ni a bombas, que estaba muy cerca de ser inmortal, que la magia existía. Siempre creyó que estaba llamado para algo grande, y aquella era la confirmación. Ese era el poder que necesitaba. 
Mientras se arrastraba hacia el funcional edificio del hospital de campaña creyó ver entre la lluvia gris una muralla alta, titánica, que ocupaba todo el horizonte con una promesa de fuerza y poder imposible de ignorar. Durante años pensaría que no había sido más que una alucinación.

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6 comentarios:

  1. Estàs en una época histórica que me fascina.
    El horror de las trincheras queda suavizado por el poder de la llave. Por el poder de la Magia. Pero ya veo que todo poder tiene una grieta por la que introducirse y poder usurparlo. Adolf(he aquí el poder del nombre) ha actuado como lo harían muchos mortales, tratando de salvar su propio pellejo. Y Agustín debiera haber aprendido mejores técnicas de camuflaje: no se puede tener algo tan poderoso en las manos sin que otros lo anhelen.
    Qué pronto se ha apagado el foco para éste Deza...espero saber pronto de Sebastián.
    Excelente historia que, como siempre, me deja ganas de más.
    Ahora iré a por la selección musical que desde mi plataforma es independiente a la fuerza del texto.

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    1. En este caso, la música es un toque de ironía. Se trata de Gloria a Prusia, marcha militar compuesta en 1871 para conmemorar la victoria prusiana contra Francia y lo que podemos llamar el nacimiento de Alemania. Pensé que tenía su toque burlesco al situarla aquí, en un capítulo donde se ve ya la derrota de Alemania y aparece Adolf, que provocará el resurgir futuro de una nueva y terrorífica, creo yo, Alemania.
      Ya sabes, Rosa, me encantan los guiños...
      Un abrazo.

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  2. Ha sido un verdadero placer saltar el muro de nuevo.
    Este capítulo, debido a la participación de un personaje histórico, real y del que todos conocemos muchísimos datos, me parece especialmente difícil de desarrollar y Compi, lo has resuelto con nota!!!
    Muchísimas felicidades, enhorabuena y aquí espero, en el campo de batalla, hasta que decidas hacerme saltar de nuevo. Abrazucu desde mi villa!

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    1. Gracias, Maga, sí que me costó acabar este capítulo. Parece que va gustando, así que bueno, merece la pena. Siempre la merece el trabajo ;) Abrazo.

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  3. Sigues sonriendo de medio lado, mientras nos dejas pensando si algo por el estilo realmente sucedió. Explicación plausible para la "suerte" de este oscurísimo protagonista del siglo XX.
    Enhorabuena, Don Bartolomé. Las horas de libretas torturadas y recopilación de datos siguen dando exquisitos frutos.

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    1. Gracias, Luna. Es divertido pensar que, por muy imposible que resulte, no lo parece tanto. Aunque me ha costado, esta vez. Un abrazo fuerte.

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Ya podéis comentar tranquilos, sin palabras ilegibles ni más trámites. No os cortéis, vuestras opiniones me vienen muy bien.

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