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sábado, 3 de diciembre de 2016

EL INQUILINO

           



Comienza una nueva etapa en este tu blog y en mi "trabajo" de juntaletras, paciente lector. Acabo de publicar TIEMPO EN RUINAS; SANGRE Y SEMILLA, mi novela más global y ambiciosa. 
Es una historia que nació gracias a vosotros, que preguntabais por el trasfondo de mis historias de suspense y mis casos de Jonathan Silencio. 

martes, 29 de noviembre de 2016

I Premio Cruce de Caminos Negrocriminal de Relato Corto


Hola, paciente lector.
Hoy tengo buenas noticias que quiero compartir contigo. Ya se ha fallado el premio Cruce de Caminos de Relato Corto Negrocriminal y tengo la suerte de haber sido elegido ganador con mi relato "Sin relación aparente".
La verdad es que el hecho de ser finalista ya era algo increíble, así que puedes imaginar, paciente lector, que ahora estoy exorcizando ángeles y demonios a golpe de botella de champán.
Muy pronto verá la luz un libro que recopila, entre otras cosas, los relatos finalistas y del que puedes tener más información AQUÍ.

Te dejo ahora con el principio de mi relato. Espero que te haga mirar por encima del hombro cuando cruces calles solitarias.

SIN RELACIÓN APARENTE

La creencia en el azar o el destino es patrimonio de los mediocres. Los fuertes, los mejores, decidimos cada paso de nuestro camino, desafiamos límites y fronteras. Por eso mato.

La excelencia es algo que debe trabajarse día a día, un músculo espiritual que crece con el entrenamiento y mejora con el desafío. Soy excelente en mi trabajo, como demuestra el éxito de mis dos restaurantes en la costa. También soy un buen padre y un marido ejemplar; mi familia es feliz, y aunque eso no me satisface emocionalmente, es una muestra más de que hago las cosas bien. Y soy bueno matando, lo seré de nuevo esta noche.

Visita el blog CRUCE DE CAMINOS para saber más.  

lunes, 7 de noviembre de 2016

¿Pueden el terror y la fantasía salvar vidas?



Una de las preguntas más habituales que recibimos los "juntaletras" es ¿por qué escribes?. En gran medida, al menos en mi caso, es un acto de exorcismo, una forma de liberar los demonios y ángeles que se empeñan en poblar mis pesadillas.
También es, para quienes alcanzan un cierto éxito y el reconocimiento de los lectores, una forma de ganarse la vida. Y para muchos otros, un agradable pasatiempo. Las razones son tantas como personas, y lo que nunca me había planteado es que escribir pudiera servir para ayudar a otros. Para salvar vidas.
Salvar una vida. Joder, es tan fácil de decir y sin embargo tan grande que asusta. El hecho de que comprando uno de los libros que os comento hoy vosotros, pacientes lectores, estaréis dando una oportunidad a alguien a quien no conocéis, posiblemente no veréis nunca y casi seguro no influya de ninguna manera en vuestra propia existencia es un acto de magia. Y estos dos libros son la varita mágica, el conjuro, el abracadabra que lo permite. No voy a tratar de venderos un buen producto (ambos volúmenes lo son, hay gente con mucho talento detrás de los proyectos y colaborando con sus relatos, pero eso es lo de menos); quiero venderos un poco de satisfacción, un poco de magia, un sueño compartido.
Comprad estos libros y, cuando dentro de un tiempo paséis por delante de vuestra estantería, buscando algo que leer o limpiando el polvo, podréis sonreír imaginando a esa persona, ese niño, ese refugiado, que logró una oportunidad gracias a vosotros y gente tan maravillosa como vosotros.
No es mal negocio.

LIBRO A FAVOR DE SAVE THE CHILDREN

LIBRO A FAVOR DE PRO ACTIVA OPEN ARMS

viernes, 4 de noviembre de 2016

EL BAÚL DE LOS RECUERDOS

EL BAÚL DE LOS RECUERDOS

A primera vista, el baúl no tenía nada de particular. De base rectangular, casi un metro de largo por cuarenta centímetros de ancho y medio metro de alto, herrajes negros en la curvada tapa y en los ángulos, asas de bronce laterales y un hermoso candado de latón que lo mantenía cerrado. En resumen, un baúl.

viernes, 14 de octubre de 2016

UNA DE BRUJAS



UNA DE BRUJAS

-Vamos, Nuño, acábate el desayuno que vas a llegar tarde a la escuela.
Nuño untó un trozo de pan recién horneado en el cuenco de leche caliente, mientras se quejaba con su aguda vocecita.
-Mamá, yo no quiero ir a la escuela. Quiero quedarme y ayudar a papá.
Al otro lado de la única estancia de la casa, dividida en dos por una valla que servía de modesto establo, Fabián soltó una carcajada.
-Y buena sería la ayuda, hijo -dijo-, si pudieras llegar más allá de las rodillas de Peñasco, y cepillarle el lomo.

lunes, 3 de octubre de 2016

Salvavidas de papel

#SalvavidasDePapel







BOOKTRAILER EN YOUTUBE


Hoy no te hablaré de uno de mis relatos, paciente lector, ni de las pesadillas que los provocan.
Hay otros sueños, y otras pesadillas, más reales. Hay gente más valiente que yo, que se enfrenta a ellas.
La pesadilla la viven, no tapados por cómodas y limpias sábanas, sino en una vigilia constante, quienes huyen a través del Mediterráneo para escapar de guerras que tal vez no entienden, de muertes tan azarosas y estúpidas como sólo un conflicto absurdo puede provocar.
El sueño, valiente y loco como todos los sueños que merecen la pena, es el de aquellos que quieren cambiar esta situación. Que de verdad quieren cambiarla, actuando en el terreno. No hablo de esos a quienes elegimos en las urnas para firmar leyes que nadie aplica.
En este caso, nos referimos a la ONG Pro Activa Open Arms, a quienes un grupo de autores queremos ayudar con la edición de este libro en Amazon. Se trata de una recopilación de relatos que no trata específicamente del problema, sino que podrías comprarla sólo porque te gusta la fantasía, el realismo mágico... la literatura. Sólo que en esta ocasión, echarás una mano a Pro Activa.
Todos los colaboradores, desde los autores hasta Label Comunicación que diseñó esta portada para el proyecto, donan las ganancias a Pro Activa en forma de ingreso directo por la compra, sin intermediarios, sin porcentajes.
Así que me atrevo a pedirte que compres el libro, que hables de ello usando la etiqueta #SalvavidasDePapel y que colabores difundiendo por las redes. Si tienes un blog literario, sería genial que reseñases. Si tienes una página, una cuenta en cualquier red social, puedes hacer mucho por ayudar. Búscanos en las redes, trataremos de responder. Y de responderles a ellos.

EL LIBRO EN AMAZON

lunes, 12 de septiembre de 2016

viernes, 26 de agosto de 2016

SAGRADO

SAGRADO

Con la primera lámpara a punto de apagarse, comprobó el estado del yeso en la pared. Aún estaba fresco, húmedo, pero no demasiado. Justo a punto para empezar el trabajo. Miró a su compañero, el albañil que había dado aquella capa en la pared, y asintió. El albañil asintió a su vez, satisfecho. Encendió dos nuevas lámparas, una a cada lado del pintor, y se retiró.
Sólo el pintor debía ver aquella obra. Nadie más.

viernes, 19 de agosto de 2016

EL OJO

EL OJO

Cuando despertó, el ojo flotaba ante ella, pasajero ingrávido en un rayo de luna que, entrometido, asomaba desde la calle, apenas recortado por la forma oscura de la casa de enfrente. En el primer momento, Soraya se sobresaltó ante la visión de aquel globo ocular aislado, de pupila fija, oscura, inyectada en sangre, que colgaba del nervio óptico y parecía contemplarla con obsesiva atención.
Después, sonrió al darse cuenta de que era sólo el complicado tatuaje que adornaba la nuca de su amante de aquella noche, un tatuaje que ya había llamado la atención de Soraya en el bar donde se conocieron y que parecía vigilar el local mientras su portador jugaba a los dardos con sus amigos.

viernes, 12 de agosto de 2016

HOY TENEMOS REGALITO

Hoy comparto con vosotros la reseña de SILENCIO, A CORAZÓN ABIERTO que han hecho en el blog ENTRE LIBROS, recomendable espacio para los aficionados a la literatura. Y os recuerdo que la novela está en descarga gratuita hasta el día 14, así que a por ella.

LA RESEÑA ESTÁ AQUI

jueves, 4 de agosto de 2016

UNA PARADOJA CHUNGA

UNA PARADOJA CHUNGA

Supongo que es natural que Fran fuera el líder del grupo. Era el más alto, el más fuerte y el más gracioso. Aquél día de verano, cuando sólo teníamos trece años, las chicas no importaban demasiado, pero con el tiempo Fran también sería el mejor en ese campo.
Yo le admiraba, igual que Rober, Sancho y Juanmi, el resto de la pandilla. Pero creo que también le odiaba un poco. Ya sabes, le envidiaba.

viernes, 22 de julio de 2016

ESTEBAN DÍAZ Y DEMETER





Prometí que hoy habría historia, y va a ser buena.
Es el primer capítulo de DEMETER, la nueva novela de Esteban Díaz, una incursión tan valiente como original en el corazón de Drácula, el clásico de Bram Stoker. 
Hay que estar loco, claro, esa historia ya está contada. Pues no, paciente lector, Díaz ha sido capaz de complementarla y enriquecerla. 
En Drácula hay una parte, apenas desarrollada por Stoker, que nos narra algo sobre el viaje a Inglaterra del vampiro. Ese viaje, a bordo del Demeter, terminará en un misterio que queda en el aire, centrándose la novela en la llegada de Drácula a su destino. 
Pues bien, Esteban convierte ese tiempo vacío, esas sugerencias de pesadilla y terror, en una novela nueva, coherente, muy bien documentada (lo sé porque he ido "a pillar" en muchos detalles y está todo, todo bien) y sobre todo que os mantendrá en tensión de la primera a la última página. Así que os dejo el enlace para leer su primer capítulo, os recomiendo que la disfrutéis entera y doy gracias a Crom porque este autor no compita en el Concurso Indie de Amazon. Me machacaría. 
Gracias, Esteban, por esta gran historia. 

sábado, 16 de julio de 2016

#ConcursoIndie2016 y #JonathanSilencio A CORAZÓN ABIERTO


Hola otra vez, paciente lector (o bienvenido si eres uno de los nuevos amigos que no dejan de llegar).
Esta semana no hay relato, esperaremos a la que viene. Esta semana quiero pedirte ayuda.
Acabo de publicar la nueva novela de Jonathan Silencio, A CORAZÓN ABIERTO, que ya está disponible en este enlace de Amazon.
Como las anteriores, se trata de una novela independiente, no necesitas leerlas todas ni hacerlo en un orden determinado, y como en las anteriores se publica tras un trabajo tan duro como divertido, en el que de nuevo he tenido el empuje de muchos amigos y la colaboración de LABEL COMUNICACIÓN para la portada. Lo particular del caso es que, tras dos años trabajando con este personaje, he decidido lanzarme y participar en el concurso Amazon para escritores indie con ella. Aquí es donde entras tú, paciente lector.
Una parte importante de la decisión final del concurso vendrá determinada por lo que tú hagas y digas sobre los trabajos participantes. Por eso, y aunque no creo que vaya yo a ganar -hay mucha y buena gente participando- sí considero que será un buen test, una buena manera de saber si voy por el camino correcto, si merece la pena seguir trabajando con Silencio, si es de tu gusto y estoy consiguiendo algo. O si, tal vez, es hora de dejar este camino y probar otro.
Así que te pido que eches una mano a la novela, a las novelas ya publicadas, con tus comentarios en Amazon o en cualquier red social, tal vez con una reseña si eres bloguero, con la descarga de la novela o su lectura en Kindle Unlimited. La difusión y las posibilidades de éxito dependen de ti, y yo sabré si quieres más Silencio.
Quedo en tus manos, paciente lector, y me despido por ahora. Por un breve tiempo.
Gracias.

viernes, 1 de julio de 2016

APARICIÓN




APARICIÓN - Uno


A mí, la verdad es que morirme no me sorprendió mucho. Si acaso, me sorprendió morirme de viejo, en vez de hacerlo en la Guerra Civil, o en los años del Goulag, cuando Stalin pensó que tampoco éramos comunistas del todo.

En la guerra, pongo por caso, estuve a punto de entregar la herramienta más veces de las que caben en una gavilla.

Hubo un día, en las trincheras del Jarama, que cayó una granada dentro de la trinchera –fabricación alemana: bien jodidos nos tenían los fritz- y los seis o siete que andábamos buscando raíces que comer nos dimos por finiquitados. Entonces, el Txopelana, un compañero de Bilbao que era más bruto que un saco de martillos, se tiró encima y se comió la explosión, la granada, y los terrones y las raíces que había abajo. Un héroe, el Txopelana. Ya contaré luego cuándo volví a verle de nuevo.

A lo que voy es que si uno sale con bien de cosas como esas le entra cierta sensación de que no va a morirse nunca. Y claro, al final te mueres.

Yo me morí en un asilo de monjas ursulinas, que lo tenían al lado de un colegio y era un gusto ver a las niñas jugando por el patio, tan llenas de vida y de promesas, mientras uno aguantaba a las reputas monjas con sus purés y sus rosarios.

Si las pillo yo en mis tiempos, con el Txopelana al lado, bien les habría quemado el convento con ellas dentro. Y ya ves: me muero con ellas al lado y el padre Sepúlveda, malo como la quina, rezándome responsos.

La cosa es que cuando me morí pensé que ahí acababa todo. Yo siempre he sido muy ateo y, como ya le contaba en las trincheras a un curita protestante que vino de no sé donde a luchar contra los del Alzamiento, si no creo en el Dios de España, que es el único y verdadero de toda la vida, malamente voy a creer en otro.

Total, que al morirme vi que veía, y apalpaba, y tenía conocimiento. Me notaba más ágil, como si los años se hubieran ido atrás como pellejo de liebre desollada, y más fuerte que cuando tiraba de guadaña en los campos de mi mocedad. Vi como un agujero largo, largo de intención, y al final una luz blanca y fuerte que parecía llamarme. Y salió de la luz una figura negra y ancha, que pensé yo que bien sería Dios o el Zarrapastroso y que al final ser ateo era tontuna y la figura me llevaría arriba o abajo, como correspondiese.

Pero resultó ser el Txopelana, lo que son las cosas, vestido todavía con los aperos de combate y el traje de faena, más limpio y guapo que un San Francisco, o el santo que toque en el refrán ese. Se me vino a mí el Txopelana, sonriendo y liando picadura, y me abrazó con el pitillo en la boca y la fuerza de uno de Bilbao, que bien me habría matado si no hubiera venido yo aviado. Yo, con la muerte más lechal que recental, andaba desconcertado y no sabía por dónde mamarla, pero lo abracé también.

Me contó muchas cosas de las que pasan cuando te mueres, cosas que no puede uno contar a los vivos porque hay que hacer las cosas bien, y no se puede. Me contó también, lo que es la vida, y lo que es la muerte, que el día de la trinchera, allá en el Jarama, él ni se había tirado ni había hecho intención: que le había empujado un amarravacas de San Sebastián –Donosti lo llama el Txopelana- que se la tenía jurada por ser de Bilbao, por haberle levantado una moza lozana, y por unas partidas de mus que el amarravacas creía apañadas por Txopelana. Esto no lo vayas contando, le dije, que ahí abajo te tienen por héroe y hasta una medalla te dieron.

Bien lo sé, me dijo el Txopelana, que cuando llevas un tiempo en la tumba, por lo que te he contado y que no debe salir de aquí, empiezas a saber cosas de los vivos. Y bien contenta estaba la Itziar de tener la medalla en casa, aunque cuando ganaron los facciosos la tenía escondida en la panera.

Pensé yo que me tocaba pasar la eternidad bien tranquilo y descansado, como corresponde, y con aquella lozanía y frescura que sentía entonces porque nadie me había contado todavía nada de invocaciones y fantasmas y las creía cosas de cuentos de viejas, como el hombre del saco o la conversión del vino en sangre de Cristo. Bien guardada me la tenían, y todo eran rejas vueltas.

Pero eso ya lo sigo contando otro día.

APARICIÓN, dos

Un hombre podría vivir aquí y ser feliz. Sí, podría. Claro que un hombre ya tiene que haberse muerto para estar aquí.

El sitio me gustaba, porque era tranquilo y no había que aguantar a ninguna monja.

No me hacía mucha gracia estar muerto, claro, pero a burro muerto, la cebada al rabo, así que había que tratar de pasarlo lo mejor posible.

Yo no tenía mucho que hacer allá más que enterarme un poco de cómo eran las cosas. Aprendí pronto mucho, pues al que entre miel camina algo se le pega, y lo más de eso no puedo contarlo a los vivos, pero sí que me enteré de algunas cosas que sí puedo decir.

Por ejemplo os puedo contar algo de cómo se hace aquí para divertirse una miaja y que la eternidad no se haga tan larga.

Al poco de yo morirme y andando en cuadrilla con mi camarada el Txopelana, le conté muchas cosas de cómo había sido no morirse en la guerra y, al final, de mis años con las marranas de las ursulinas y el maromero del padre Sepúlveda, que era malo de raza y de oficio y más negro de alma que de sotana. Tenía más de un vicio por costumbre y no era el menor aprovecharse de limosnas y donaciones para pagarse sus caprichos, o regalar a los ancianos más hostias fuera de misa que dentro, diciendo aquello de: Aquí manda Dios y yo le represento.

Txopelana, que siempre había sido muy de joder curas, me dijo que me enseñaría algunas cosas útiles para un fantasma –se ve que no me había muerto del todo y me tocaba plañir un tiempo entre los vivos- y que podría practicar con el padre Sepúlveda lo aprendido.
Yo nunca he sido el más listo del barrio pero soy aplicado como ninguno, y aprendí rápido mientras pude, practicando en el más allá, es decir acá, las cosas que me enseñaba Txopelana.

Cuando mi compañero me vio más o menos preparado y más impaciente que listo, me dijo cómo podía presentarme donde los vivos, y allá que me fui, solo y contento. Más solo que contento, pero el Txopelana andaba algo más muerto que yo, que hasta para eso hay grados, y no podía venirse tan a menudo.

Así que una noche me presenté en donde las marranas ursulinas, barruntándome que el burro bien sabe en qué casa rebuzna y pensando en darle un buen susto al padre Sepúlveda. No más que un susto, que ya andaba yo zorreado por la vida y con la sangre muy templada.

Empecé por lo más tranquilo, que es siempre lo de apagar y encender luces. Supongo que parece más fácil hacer ruiditos, arrastrar cadenas, y todo eso, pero la verdad es que lo de las luces es más simple: ni siquiera tenemos que tocar el interruptor. Es algo que tiene que ver con la energía, como hacer una radio de galena.

En total, que la cosa no fue muy efectiva al principio. Encendí y apagué la luz de la mesita de noche del padre, pero él seguía durmiendo y no se daba por aludido. Como en vida no había entrado en su habitación, aproveché para echar un ojo.

Tenía en la pared un crucifijo de madera, de esos sin Cristo ni Dios, y un cuadro mal pintado de algún santo mártir: un tipo viejuno que se doraba sobre una parrilla con una mueca toda llena de dientes: ni se sabía si el pobre reía o gemía, aunque en cualquier caso andaría medio loco, como marrano mal matado, y no era algo que una persona normal tuviera en su habitación para verlo antes de dormirse.

Ahí fue donde me dije: Saturio, mal lo llevas para asustar a uno que duerme con esa estampa de cabecera. Y pensé que tenía que usar trucos mejores.

Así que me volví donde el Txopelana para que me enseñara a hacer sangrar paredes, que lo tenía yo visto en una película y que me parecía muy imponente.

Esto no tiene nada de fácil: ya me dijo el Txopelana que era cosa de ectoplasmas y así, y me estuvo dando unas clases para que me hiciera con ello.

Las clases dolían mucho porque eso del ectoplasma es como mover el propio humor, como deshacerse un poco y coger lo tuyo y darle otra forma, y duele como que te trillen el alma, pero buey con sed bien inclina la cabeza, y cuando salta la liebre no hay galgo cojo, así que a base de tiempo, que tenía mucho, y tesón, que no me faltaba, me hice con el truco.

Al cabo ya era yo capaz de hacer sangrar paredes, formar sombras y dibujar apariciones.
Y me volví para donde los vivos a buscarle ruidos al moscón, pero me equivoqué otra tirada larga por los mismos ruidos.

Entré de noche en el convento, todo callado y tranquilo, sin que se oyeran más ruidos que los correteos de monjitas juguetonas que iban de celda en celda con sus zarandajas. Para probar lo aprendido aproveché el cruzarme con dos novicias que, solas en un rincón oscuro del claustro, se abrazaban y se daban friegas bajo los hábitos. Mucho frío estarían pasando las pobres mozas, que hasta jadeaban y les tiritaban las carnes, pero no estaba yo para piedades sino para milagros.

Hice, con esto del ectoplasma, que se me viese la cabeza descarnada y de calavera, sacando una luz bermeja por las pupilas. Con esa facha me planté delante de ellas y esperé el susto que había de sobrevenir.

Se crea o no las pobres niñas andaban tan en lo suyo, quitándose el frío, que ni me vieron. Intenté gritar y hacer ruidos para llamar su atención, pero claro eso no lo había aprendido del Txopelana todavía, y pasados unos minutos en esa pose me dolía ya el cuerpo como tras día de siega y las monjitas no se daban por aludidas, mientras seguían con sus friegas y sus suspiros.

Decepcionado y cansado me volví para donde los muertos y Txopelana, que ya veía retrasarse mucho la cosa me dijo que no me preocupase, que para la noche siguiente se vendría él conmigo y entre los dos aviaríamos al Sepúlveda y a quien me pluguiere.

Más contento que un cerdo en un charco de mierda me fui a descansar un poco y reponer fuerzas para el día siguiente.

Me resultaba divertida la idea de ir a cazar curas, tantos años después, con mi viejo camarada de trincheras y zapas, con el que ya había quemado más de un convento, y me entretuve imaginando la cara del Sepúlveda cuando las paredes de su cuarto empezasen a sangrar y el santo del cuadro le cantase la Internacional con acento vascuence, y en eso pasé el tiempo hasta que sonó la hora.

Pero, lo que son las cosas, el que se levanta tarde ni oye misa, ni come carne, y yo había perdido más tiempo en aprender que el que Dios me había dado, como descubrimos al siguiente día al llegar al convento.

Entramos con la luna bien alta, andando en silencio y bien pegaditos a las paredes, como si fueran a vernos. Para la ocasión, supongo que por costumbre, nos aparecimos los dos con la facha que teníamos de jóvenes, con nuestros trajes raídos de milicianos y barro en las botas. Era una pena que fuéramos invisibles, tan aguerridos y tan soldados que si nos ve la Pasionaria resucita de gusto, avanzando por terreno hostil como en otros tiempos.

Los pasillos estaban yermos de gentes: ni monjitas calentándose ni novicias jugando vimos, aunque con lo fría que era la noche bien hacían en no salir al fresco.

Despacio y sin cruzarnos con nadie, llegamos hasta la habitación del cura y Txopelana salió de batida, lo que en este caso quiere decir que metió la cabeza a través de la pared para ver si el cura dormía o velaba. Yo aún no sabía hacer eso, así que esperé con envidia y nervios a partes iguales.

Tardó mucho el vasco en volver a salir, y cuando lo hizo tenía cara de circunstancias.
-Mala suerte tenemos, Saturio.

-¿No está ahí el pater? –pregunté, inquieto.

-Está, y estará mientras no le saquen –contestó Txopelana-. Él solo no va para ningún lado.

-¿Pues?

El Txopelana sacó la picadura y se lió un cigarro, cabizbajo, antes de contestar.

-Lo están velando y rezando por su alma, que ya anda lejos porque no huele a ella. Se ha muerto este mediodía; todo lo más tarde, al caer el sol.

Me cayó como un jarro de agua fría, claro. Eso no se hace. El puto cura parecía decidido a joderme hasta muriéndose por que no le hiciera yo mis bromas.

-Pues tanta paz encuentre como descanso deja –dije, rabioso-, y que le reciban bien en el Infierno.

El Txopelana sacó una llamita de su dedo índice y se encendió el cigarrillo.

-Hasta para morirse son malos, los joputas estos –dijo, como si leyera mi mente, cosa que por otra parte podíamos hacer ambos: hablábamos más por vicio que por necesidad.

-Oye, Saturio, y ya que estamos aquí, ¿por qué no les quemamos el convento a estas malas putas?

Me lo pensé un momento, porque el tiempo que había vivido con ellas me había hecho cogerlas cierto cariño, casi como si fueran personas, Pero yo andaba de muy mala leche y cuando el diablo enreda...

-Mira, pues sí: vamos a prenderle fuego por lo menos a la capilla.

Pena fue, visto lo que pasó luego, no quemarlo todo entero con ellas dentro. Pero al menos esa noche las monjitas no pasaron tanto frío y nosotros nos reímos bastante viendo arder el retablo.


APARICIÓN - Final

Ante las ruinas calcinadas del retablo tres alumnas del colegio ursulino permanecían arrodilladas, soportando el frío de la noche y el recio olor a quemado del recinto.

Frente a ellas, los restos ennegrecidos de una Piedad barroca, altar equívoco y monstruoso de una fe carnívora, se veían rodeados de santos mutilados por el fuego. Sólo la luz de unas velas trataba de romper la tiniebla reinante.

En el suelo, donde uno esperaría ver quizá un libro antiguo robado de la sección secreta de la biblioteca abacial, encuadernado tal vez en cuero negro de dudoso origen, hay apoyada una tablet de última generación conectada a la red WiFi del convento, en cuya pantalla se ve una página dedicada a la invocación de espíritus y la magia blanca cristiana. Que algo así pueda ser real no importa, pues la fe de las tres jóvenes es suficiente como para no dudarlo.

Mientras estudian el texto por enésima vez una de ellas ha liado un cigarrillo de marihuana, también el enésimo del día, y ahora lo enciende, haciendo que el dulce y picante olor se mezcle con el hedor de la destrucción que les rodea.

Ya están preparadas. Comienzan a leer el hechizo.

Después de lo de la quema del retablo, estaba yo más feliz que un perro con dos colas, haciéndome memoria de nuestras aventuras de juventud en la guerra, aunque echando un poco de menos al Txopelana: el pobre tuvo que irse un tiempo a purgar sus pecados, porque con el incendio había llenado su cupo. Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe, y el Txopelana había roto ya la paciencia de quienes mandan en el más allá, que no hay obra sin capataces. Tardaría un tanto en volver, y allí me quedé yo, más solo que sereno en Nochebuena.

No era cosa que me preocupara, entretenido como estaba ensayando mis trucos con ectoplasmas y voces lúgubres, hasta que sentí como un calambre en las tripas y una apretura en los intestinos.

Saturio, me dije, a ver si es que hasta muertos tenemos que hacer de vientre. Y dónde.

Malo habría sido, porque no había ni papel ni hoja de sarmiento por las cercanías, pero peor fue lo que en realidad pasó. El tirón siguió cogiendo fuerza sin que pudiera yo oponerme, hasta que sentí que me daban vuelta como a piel de conejo y, desollada el alma, me llevaban a donde yo no quería ir. Me resistí cuanto pude, que más vale bollo en paz que hogaza en guerra, y había estado yo muy tranquilo hasta entonces, pero aquella fuerza tiraba como buey contento y al final me vi arrastrado sin remisión y me encontré con lo que no buscaba.

Las tres jóvenes, con la cabeza inclinada sobre la pantalla, repiten una y otra vez su invocación, de forma confusa en principio, la voz empastada por la droga y los nervios. Sin embargo pronto encuentran el ritmo y su dicción mejora. El timbre de sus voces se fortalece, crece, como imbuido de una nueva fuerza, una fuerza exterior a ellas que parece provenir de la cargada atmósfera, de la tierra sagrada que las rodea, de las capillas y sepulcros antiguos.

Sobre las cenizas en las que están arrodillada, una corriente fría empieza a soplar. Un aire que no parece provenir de ningún sitio pero que inunda el lugar hace que la luz de las velas brille más ahora cuando sus voces, fuertes y seguras, pronuncian correctamente las Palabras, los Nombres y las Condiciones del conjuro, tal vez oración y tal vez brujería.

El rostro virginal de la Piedad, antes madre doliente y ahora extraño zombie calcinado, parece brillar desde dentro iluminando unos ojos que son lo único reconocible tras el sacrificio del fuego. Quizá sea sólo un efecto óptico.

Las tres jóvenes extienden su mano derecha en un movimiento perfectamente sincronizado puesto que ya no son tres, sino una esencia en varios cuerpos, y sin que sus voces tiemblen ni duden cada una de ellas dibuja sobre la ceniza fría la primera letra del nombre de aquél a quien quieren invocar. Una S.

Llegué por fin donde no quería y me hice sólido otra vez, aunque tembloroso y cansado, enfrente de aquél retablo mal parido y requemado. No estaba solo, que habría sido malo porque más vale hornazo compartido que mierda para uno solo, pero tampoco la compañía era buena: frente al retablo, unas varas delante de mí y a mi izquierda, había tres niñas arrodilladas; tres alumnas, si el uniforme no me engañaba, del colegio de las reputas monjas. Y un poco detrás de ellas, al otro lado, estaba la figura inconfundible del miserable padre Sepúlveda con la cara tan congestionada como imagino estaría la mía, que no hay mejor espejo que el que sufre el mismo mal, y con aspecto despistado como si aquel botarate se preguntase dónde estaba.

Yo tenía algo más claro lo que pasaba porque el Txopelana me había contado muchas cosas y yo había aprendido otras tantas y llevaba más tiempo muerto que el curita: aquellas tres brujas aficionadas habían hecho una invocación, y aunque no creo que supieran bien cómo funcionaba, les salió la cosa. Y  hasta mejor de lo que esperaban, pensé al ver la S dibujada en la ceniza. Quisieron traer a Sepúlveda, yse  trajeron también a Saturio, para mi desgracia.

Dos fríos remolinos de viento y ceniza tomaron cuerpo a la espalda de las muchachas, que sintieron cómo sus voces se apagaban, borradas en una reverberación de estática. Un dolor afilado aguijoneó sus jóvenes cuerpos paralizando voces y miembros cuando el poder de los Nombres robó parte de su energía para dotar de fuerza a los espíritus, que se materializaron en unos instantes.

Las tres jóvenes miraron alucinadas a los fantasmas ahora corpóreos. Uno de ellos era el que buscaba: el padre Sepúlveda, que había sido su mentor y al que ahora habían querido invocar para que diese respuesta a los extraños fenómenos ocurridos en el colegio y el convento, para que las guardase del mal que parecían albergar aquellos viejos muros y que había provocado el incendio. El otro, un joven soldado, vestido con un uniforme que no reconocieron pues a fin de cuentas eran estudiantes españolas, y que tenía en sus manos un viejo fusil y colgada a la cintura una larga bayoneta.

Ambos, el sacerdote y el soldado, se miraron durante un instante y sus ojos se encendieron con la luz del odio.

Las desconcertadas jóvenes sólo habían invocado un espíritu. Y uno se quedaría. Ellas no lo sabían, pero esas eran las condiciones innegables del Nombre y el Poder.

Malo se le pone el ojo a tu yegua, curita, me dije cuando vi el percal. No pensaba yo que después de muertos apañásemos el negocio. Pero las brujas aficionadas me habían puesto en bandeja lo que nunca pude más que soñar en la otra vida.

Me eché el naranjero a la cara enfilando en la mira al padre Sepúlveda que se me antojaba ya perdiz caída, y le solté un balazo al pecho. Se echó a un lado, como en esas películas modernas donde esquivan balas que corren menos que yunta de bueyes, y el proyectil no llegó a tocarle. Rabioso, disparé otras cuatro veces hasta que descargué todo el peine del mauser, mientas que él esquivaba y esquivaba y se venía a por mí.

No me puse nervioso, porque lobo viejo caza esperando, y yo tenía fácil la baza. Mientras las niñas gritaban y empezaban a oírse carreras en el pasillo, supongo que porque las reputas monjas habían escuchado los disparos, el padre Sepúlveda se llegó a mí y se me echó encima con la intención torcida, pues predicó siempre más paz que la que practicó y ya en vida había soltado más de un tortazo a los viejos del asilo, yo incluido. Pero yo tenía más experiencia de muerto y además mi encarnación era más joven y estaba armado, así que agarré el fusil por el cañón con las dos manos y le solté un garrotazo con la culata que le cogió de lleno en la mejilla izquierda. Qué bien sonó a hueso roto y qué rabia no llevaría el trastazo que se me partió el rifle por la mitad.

Cayó el cura al suelo como trigo segado por guadaña, la cabeza maltorcida y el cuello tronchado. Aún así  hizo por levantarse mientras yo dejaba caer el arma rota y sacaba la bayoneta. A estas alturas monjas y novicias entraban en el recinto y todas gritaban y las menos rezaban, y las tres brujitas aficionadas, con el pelo canoso y el rostro envejecido como portazgo pagado por su hechicería que parecían cuarentonas y no mozas, lloraban más que ninguna de aquellas.

El padre Sepúlveda me miró, suplicante, y me pidió con voz rota que hablásemos, que hiciéramos un trato.

Ya en ese momento notaba yo una debilidad creciente, porque el hechizo y su fuerza se perdían, y sabía que sólo uno saldría vivo de allí. Bueno: sólo uno saldría muerto, y el otro iría a peor.

Así que le dije que con curas y gatos no se hacen tratos, y le clavé la bayoneta una y mil veces. Y mil veces más se la habría clavado si no hubiera desaparecido entre llamas que le salían por las heridas y le consumían las carnes al tiempo que una risa fosca y fría salida de no quiero saber dónde ahogaba los llantos de las monjas.

No duró mucho la cosa, porque al poco llegué a sentir de nuevo ese tirón en las tripas y se me llevaron por donde había venido mientras monjas y niñas, locas de miedo, me miraban desaparecer.

Y aquí termina mi cuento, donde empezó, conmigo muerto y el Txopelana, cumplida su pena, de vuelta y liando picadura. Ahora por culpa de las niñas estas tengo que aparecerme en el convento cada noche de luna llena; pero no es tan malo como parece, porque entre Txopelana y yo y algunos otros amigos que hemos ido conociendo preparamos diabluras suficientes como para entretener bien las visitas.

De Sepúlveda no se ha sabido más, ni ha de saberse: al fin y al cabo los curas son padres del demonio y nada malo hay en reunir a los miembros de las familias.



 FIN

lunes, 13 de junio de 2016

TODO #JONATHANSILENCIO GRATIS











Hola de nuevo, paciente lector.
Hoy Jonathan Silencio está de celebración. Estamos ultimando los detalles de su siguiente novela, con LABEL COMUNICACION trabajando en otra genial portada y un servidor repasando cada coma para ofreceros lo mejor que podemos hacer. Y lo celebramos ofreciendo GRATIS las dos primeras aventuras de nuestro detective.
El fin de semana, de viernes a domingo (días 17, 18 y 19), podéis descargar VIVIR EN EL INTENTO y DE ILUSIÓN TAMBIÉN SE MUERE en Amazon. Y como siempre, estarán disponibles en papel y para su lectura en KindleUnlimited.
La tercera novela saldrá pronto, a tiempo para participar en el Concurso Amazon para autores independientes, y en dicho concurso vuestra opinión, vuestras descargas y la difusión que deis en la red tendrán una importancia capital. Así que me atrevo a pediros un segundo de vuestro tiempo para comentar, para hablar de Silencio con otros lectores o dejar unas palabras en Amazon. Es algo que ayudará a que el detective de lo preternatural pueda seguir existiendo. Porque, a fin de cuentas, sin vosotros no tiene sentido.
Enlaces para la descarga:



viernes, 10 de junio de 2016

PENITENCIA

Unas palabras antes de pasar a la historia de hoy, paciente lector.
En las próximas semanas no puedo prometer que haya historia semanal. Me falta tiempo, así de simple. Estoy trabajando con Label Comunicación en la portada y maquetación de nuevos proyectos, y espero que muy pronto vea la luz la siguiente novela de nuestro común amigo Jonathan Silencio.. Con esta novela me presentaré al concurso anual de Amazon para autores independientes, por lo que necesitaré toda tu ayuda. Sí, paciente lector, en este nuevo mundo literario no cuenta sólo el trabajo del autor, es muy importante que tú comentes, y me atrevo a pedirte que lo hagas. Si te gusta Silencio, si ya tienes alguna de mis novelas o las descargas en el futuro -habrá oferta en unos días- sería muy bueno que dejases tu opinión en Amazon o la compartieses por las redes sociales.
Ojo, no te pido una buena opinión, pero sí una sincera, si tienes un par de minutos para ello. Es la única manera de crecer, de poder continuar, que tienen este blog y mis novelas.
Te dejo ahora con la historia de hoy, un pequeño juego con el calendario basado en horrores que fueron reales tiempo atrás.

PENITENCIA

29 DE ABRIL DE 1564
Como cada día, la hermana Angustias  llegó hasta la sala de penitencia portando una bandeja con la exigua colación de la penitente; una sopa aguada de apio, una jarra de agua del pozo, un poco de pan de centeno y algo de col hervida, alimentos aptos para el cuerpo y el alma, lejos de la perniciosa lujuria sanguínea inducida por las carnes o las bebidas espirituosas.
Como cada día, se agachó junto a la aspillera, profunda y estrecha, que atravesaba el grueso muro, y empujó la bandeja hacia dentro, saludando a la penitente con un recatado “El Señor esté contigo”.
Aquel día, a diferencia de los demás, la penitente no respondió. Para la joven monja aquello fue un consuelo, dada la costumbre que tenía la penitente de jurar, blasfemar e insultar con aquella voz demoníaca.
“Tal vez nuestras oraciones empiecen a surtir efecto”, se dijo la monja. “Tal vez hayamos vencido al diablo”
Y, agradeciendo a Dios tal victoria, para alejarse del pecado de orgullo y soberbia que significaría atribuirse, siquiera en parte, tales méritos, la monja regresó a sus funciones cotidianas.
22 DE ABRIL DE 1564
-¡Sacadme de aquí! ¡Sacadme! ¡Malditos, sacadme de aquí!
Las monjas, formando un semicírculo al otro lado de la gruesa pared, mantenían la mirada baja, pese a estar cubiertas por el velo, mientras los sacerdotes entonaban sus oraciones, tratando de combatir al demonio que acechaba tras la piedra. Así lo habían hecho durante los últimos diez días, y así lo harían mientras fuese necesario.
Las hermanas, doce en total, pues doce fueron los compañeros de Cristo en la tierra, pasaban las cuentas de sus rosarios y rezaban en perfecta sincronía, tratando de ignorar la ronca voz del demonio, rota y aún así poderosa, dejando fuera sus insultos, ruegos y amenazas gracias al bastión de la fe compartida.
-¡Voy a desollaros a todos, hijos de puta! -rugió la bestia- ¡Os ahorcaré, os defenestraré, os amolaré a todos! ¡Mataré a esa ramera!¡Sacadme de aquí!¡El niño debe morir!
Pero nadie hizo caso de sus amenazas. El tono de voz de los sacerdotes se elevó, solemne, rogando al Señor con toda la fuerza de sus almas.
-En el nombre de Cristo, Señor de los Ejércitos, expulsa este demonio. En el nombre de Elías, tu Voz en el Desierto, expulsa a este demonio. En el nombre de Abraham, Padre de tu Pueblo, expulsa a este demonio...
Los golpes diabólicos retumbaban al otro lado de la pared, mientras sus amenazas se volvían alaridos inconexos, jadeos angustiosos y roncos, y las palabras se convertían en incomprensibles murmullos y extraños vocablos merced, sin duda, al poder de Satán para hablar en cualquier lengua surgida de Babel.
12 DE ABRIL DE 1564
-Hermana Angustias -dijo la madre abadesa-, sabed que os ha sido otorgado el privilegio de cuidar y alimentar a nuestra desgraciada huesped.
Sor Angustias, con una humilde reverencia, agradeció el honor a su superiora.
-Me encargaré de que sea bien alimentada y, si me es posible, del cuidado de su alma.
-Hacedlo así, hermana -exhortó la abadesa-. Sabed que se trata de una dama notable, esposa del mercader Sansón Urrutia, cuyas limosnas tanto alivio otorgan a los pobres que tenemos a nuestro cuidado. Esta señora, Dios en su sabiduría conoce los motivos, ha caído bajo el influjo de Lucifer.
La joven respiró hondo, en un jadeo apenas contenido, y se santiguó.
-Dios nos proteja.
-La dama trató de matar a su bebé, un pequeño de apenas tres meses de vida, y sólo la voluntad de nuestro Señor y la presencia de un criado lo impidieron. Su esposo, como podéis suponer, la ama todavía, impulsado por su noble alma, y no desea entregarla en las manos de la justicia de los hombres, que sin duda condenaría su cuerpo al cadalso sin cuidarse de su alma inmortal. En nosotras recae el deber de ayudar a esa alma.
Ambas monjas, con las manos cruzadas sobre el regazo y el velo cubriendo sus rostros, observaban a los tres jóvenes y robustos albañiles, que estaban terminando el muro de argamasa y piedra. Dicho muro, situado en una de las bodegas del convento, delimitaría a partir de este día una pequeña celda, de apenas tres pasos de ancho por diez de largo, en la que residiría su nueva huésped, una triste pecadora que había elegido esa forma de penitencia para, con la ayuda de Dios, purgar sus pecados mortales en esta vida y no en la venidera.
Dejaron tan solo un hueco, apenas suficiente para que la mujer, inconsciente y dormida, fuese introducida por un criado un par de horas después. El criado era un indio fornido, alto y elástico como los árboles de sus salvajes tierras. Se llamaba Pedro en la fe verdadera, y era estoico y severo como todos los de su raza. Llevaba en brazos a su ama dormida, pues la mujer, según explicó a las monjas el indio Pedro, había preferido sumirse en el letargo del laudano para no ceder a la tentación de la huida en el último momento y aceptar su penitencia como algo ya inevitable.
Envuelta en una capa de terciopelo, cuya capucha embozaba su rostro, y una manta de buena lana castellana, las únicas ropas de abrigo que mitigarían el frío húmedo de las paredes del convento durante el resto de sus días, la mujer dejaba sus rasgos invisibles tras un espeso velo, y las hermanas no pudieron hacerse figura alguna de su anatomía, medidas o tez.
Tras dejarla en el estrecho reducto, Pedro se separó unos metros de la pared, contemplando cómo los albañiles clausuraban la habitación de su señora. Después, al parecer satisfecho por lo que veía, se retiró en silencio dejando a su paso un leve aroma de savia y piel sin curtir.
7 DE ABRIL DE 1564
Pedro estaba ocupado en sustituir el cuarterón de una ventana de la planta alta cuando empezaron los gritos. Fue una suerte. Si hubiese estado en las cuadras, su lugar de trabajo habitual cuando no tenía nada pendiente en la casa, no habría escuchado nada.
Con el mazo en su nervuda mano derecha, el indio corrió por el pasillo hasta la habitación de sus señores. Se detuvo en el quicio de la puerta, tratando de hacerse una idea clara de lo que ocurría.
En el interior de la pieza, su amo, el enjuto y laso Sansón Urrutia, sostenía un almohadón en las manos, que tenía apoyadas en el rostro del pequeño Rodrigo, el hijo único de la pareja, mientras éste se debatía en su alta cuna de cerezo.
Doña Mercedes, esposa de Sansón, gritaba pidiendo ayuda y trataba en vano de arrancar de los brazos asesinos el almohadón que amenazaba asfixiar a su vástago.
-¡Aparta, mujer, aparta! -rugía el mercader, mientras lanzaba patadas y codazos contra su esposa, que caía bajo los golpes y volvía a levantarse, preocupada por la suerte de su hijo más que por la suya propia -¡Nadie me robará lo que es mío!
Pedro, sin pensarlo dos veces, se lanzó al interior de la habitación, golpeando con el martillo en la espalda del mercader, justo entre los hombros. Sansón lanzó un grito ahogado y abrió los brazos en un espasmo de dolor, mientras Pedro soltaba el martillo, pasaba sus fuertes brazos bajo los de su amo, y cerraba las manos tras su nuca, inmovilizándole por completo.
7 DE ABRIL DE 1564, UNAS HORAS DESPUÉS
-Mi marido sigue acudiendo a esa adivina morisca para asesorarse en lo tocante a los negocios -explicó doña Mercedes, sin dejar de acunar a su hijo-, y fue ella quien le profetizó que su propia sangre, su hijo, le mataría y usurparía todo lo suyo, y él la creyó como siempre ha hecho. Por eso -rompió en sollozos, incapaz de soportar las tensiones del día-, por eso quería matar a nuestro niño. Y ahora, ¡oh, Pedro, ahora a ti te condenarán a muerte y él nos repudiará¡, mi hijo y yo viviremos de la caridad o moriremos de hambre, si es que mi marido no nos mata antes.
Pedro, estoico y severo como siempre, contempló en silencio a su amo. Sansón estaba atado a una silla, amordazado y drogado con el laudano que usaba como anestésico cuando la gota le atacaba. Su figura, pequeña y ridícula, resultaba aún más patética en aquella indefensa situación.
-Mi señora, no tiene por qué ser así. Vos y yo podemos dirigir sus negocios con igual o mayor habilidad, pues así lo hemos hecho cuando él se emborracha y se pierde durante días en las mancebías.
Ella agachó la cabeza, intentando contener sus lágrimas. Bien cierto era lo que decía Pedro, por mucho que Mercedes hubiese deseado negarlo durante años. Ahora que su criado lo decía en voz alta, la mujer no podía negarlo. Y los cardenales y hematomas nuevos que cubrían no ya su piel, sino los hematomas y cardenales ya casi curados de anteriores palizas y vejaciones, daban la razón a Pedro.
-¿Y qué puedo hacer?
-Preparemos el equipaje. Vayamos a Córdoba, o a Granada, a cualquiera de las ciudades donde vuestro marido posee oficinas y nuestro rostro no es familiar a nadie. Nombradme su delegado hasta que mi señor Rodrigo tenga edad y sabiduría para llevar el negocio. Diremos a la gente que don Sansón partió camino a Flandes, en viaje de negocios. Tiempo habrá para comunicar su muerte en el trayecto. Yo me encargaré de que nadie vuelva a ver su rostro jamás.
Doña Mercedes habría querido negar esa locura, dar una nueva oportunidad a su esposo y señor, pensar, como siempre había pensado, que cambiaría y que todo iría a mejor. Miró el rostro cándido y puro de su bebé, que había cesado en su llanto al calor del regazo materno, y le imaginó bajo la autoridad de ese padre, o muerto por su locura. Suspiró hondo, tratando de liberar una voz que ya daba por trabada en el nudo de su garganta.


martes, 7 de junio de 2016

Vamos con lo erótico

Mi recomendación para estos días, la revista CHORRADA MENSUAL y su ESPECIAL ERÓTICO. Con un par de colaboraciones mías y el buen trabajo de otro montón de gente.
Está en https://chorradamensual.wordpress.com/ es gratis, y mola.

viernes, 27 de mayo de 2016

DEMETER

Hoy me voy a dar el gustazo de abrir mi casita virtual a un compañero de batalla, un equivalente en el mundillo de los escritores al tipo que, a unos metros de ti, defiende tu misma trinchera y suda tu misma sangre.
Trabajador incansable, siempre soñando cómo sorprender al lector, autor de un buen montón de relatos y la impresionante LA CABEZA DE LA GORGONA, novela que ha de convertirse en un texto imprescindible, Esteban Díaz nos presenta ahora DEMETER.

No os voy a contar nada sobre ella, excepto que la estoy esperando con expectación y temblor de manos. Os dejo el enlace a su blog, para que veais el prólogo.

PULSA PARA LEER EL PRÓLOGO

viernes, 13 de mayo de 2016

NUEVA ADQUISICIÓN



NUEVA ADQUISICIÓN

La exposición había terminado. Raúl, el joven encargado de la sala de exposiciones, sonrió con satisfacción cuando la furgoneta de la agencia de transporte abandonó la calle. Cinco cuadros vendidos, una sabrosa comisión y, de nuevo, tiempo libre para estudiar y divertirse. Era un buen trabajo.
Cerró la sala (una vieja puerta de madera de doble hoja, que estaba algo hinchada y rozaba el suelo con un ruido como de uñas rascando pizarra), y la reja de hierro, y encendió un cigarrillo. El patio del viejo palacio donde se situaba la sala estaba desierto, y el aire del invierno refrescaba sus pulmones y su mente medio dormida. Le gustaba aquel ambiente; lo que antes fue un palacio, había sido reconvertido en un edificio habitable, que aglutinaba varios apartamentos en torno al patio central. En los antiguos sótanos, el ayuntamiento encontró lugar para varias asociaciones juveniles, las oficinas del periódico local, y la sala de exposiciones. Ahora ni un alma se movía en el patio, porque todos los trabajadores y vecinos estaban descansando, supuso Raúl. Menos él, claro.
Se dirigió a La Casita, el bar situado al final de la calle, donde había quedado con su amigo David. Tomaron un vino y, después, regresaron a la sala, donde podrían sentarse y hablar sin el ajetreo de los bares. Al cruzar la arcada, Raúl se detuvo tan de golpe que David chocó contra su ancha espalda.
-¡Coño, tío! –se quejó David-.  ¿Qué te pasa?
Raúl señaló un voluminoso sobre, de tamaño DIN-A 4, que descansaba apoyado en la verja de la entrada a la sala. Sin saber por qué, un escalofrío recorrió su columna vertebral al ver el sobre, que no tenía ningún motivo para estar allí.
David, siguiendo su mirada, vio el sobre. De pronto saltó hacia atrás, agazapándose tras una de las columnas que bordeaban la entrada principal y uniendo las manos con los dedos índices y pulgares estirados como si llevase un arma.
-Cuidado, agente Scully –susurró-, ese sobre puede habernos visto, y tal vez esté armado.
Raúl se giró para mirarle, y sintió un profundo alivio cuando el sobre salió de su campo de visión, como si hubiese tenido un trapo empapado en agua fría sobre la cara y, al moverse, la asfixiante tela hubiese caído al suelo.
-Que tonto la picha eres, macho.
David se levantó, riéndose.
-Perdona, tío, pero es que has puesto una cara, como si fuese una serpiente  o algo así.
Siguieron caminando hacia la sala, David riéndose y Raúl tratando de vencer la súbita e inexplicable aprensión que sentía hacia aquel objeto apoyado en la puerta, como lo estaría el chulo del colegio, esperando en la verja de entrada, justo donde acaba la autoridad de los profesores, para sacudir a los pequeños. Una ráfaga de viento sacudió la esquina del sobre, balanceándola, y fue como si les saludase con una mano lacia, helada.
Por fin estaban ante la puerta. El sobre permanecía de pie, apoyado en la verja. Raúl se fijo en que estaba por la parte de dentro, tal vez colocado allí para evitar que el viento lo derribase y lo arrastrase. Sacó las llaves y abrió la verja, con manos que temblaban por algo más que por el frío reinante. Tiró con fuerza del enrejado. Perdido su apoyo, el sobre cayó hacia delante, como los cadáveres de las películas de miedo cuando algún imprudente abre el armario. PLAF. Un sonido seco, ominoso, demasiado brusco en el vacío patio. Como una palmada. Raúl dio un respingo y retrocedió un paso.
-Oye, macho, ¿se puede saber qué te pasa? –preguntó su compañero-. ¿Esperas una carta bomba o algo así?
Raúl sonrió para disimular, pero la verdad era que aquél sobre le asustaba y no sabía por qué. Cuando David se agachó para recogerlo estuvo a punto de gritarle “No lo hagas, está vivo”. Pero se contuvo. Y David abrió el sobre, sacando un cartel, que extendió sujetándolo para que ambos pudiesen verlo. Era la fotografía de un cuadro, en el que se representaba un paisaje de espléndido colorido. Al fondo del cuadro se dibujaba una cadena montañosa, tras la que el sol se ocultaba, y los jirones de niebla que envolvían sus cumbres aparecían teñidos de escarlata. En primer término, un prado de flores –tulipanes, al parecer- llenaba de amarillos, azules y rosas el ojo del espectador. Era un cuadro hermoso, e hizo que el miedo de Raúl desapareciese, dejando sólo el regusto amargo del propio ridículo en su paladar.
-Parece que tienes otra exposición, muchacho –dijo David, leyendo el título- “Luces y sombras”, qué original.
-Pues no sabía nada. Quédate aquí un momento, que me acerco a preguntar a los de la Caja.
   Los primeros copos de nieve cayeron perezosamente mientras Raúl regresaba a la sala. Había tardado algo más de lo previsto porque añadió a sus diligencias una caña, un pincho de tortilla y una croqueta. Al llegar a la sala, le sorprendió no ver a su amigo en ella. Sobre el sillón, uno de los catálogos de la nueva exposición aparecía caído descuidadamente, con las páginas abiertas, como un pájaro herido de muerte.
Raúl recogió el catalogo, molesto ante la actitud de David, y vio la ilustración reflejada en sus páginas. No era como la del cartel, un despliegue de color. En este caso todos sus colores eran matices del negro y el gris, colores casi perlas en las zonas más claras, y negros tan profundos que amenazaban con tragarse la luz en los puntos más oscuros. Una sensación de inquietud y desasosiego recorrió a Raúl de nuevo.
-¡David! –llamó, preocupado- ¿David?
Pero nadie le contestó. Miró las puertas al final de la sala. Una de ellas daba al servicio, y la otra al almacén. Ambas parecían cerradas, igual que cuando él se fue. ¿Dónde, entonces, estaba su amigo?
Observó de nuevo la fotografía, tratando de descifrar el significado del cuadro. No representaba paisaje ni escena alguna, pero cuando uno dejaba de buscar detalles concretos y miraba el cuadro en general, cuando prescindía de la visión normal, que busca figuras e imágenes, y simplemente dejaba que sus ojos paseasen sobre las manchas informes, entonces parecía posible atisbar una figura, un rostro tan velado por la negrura que uno no estaba seguro de haberlo visto. Dos manchas grises semejaban los ojos de la persona retratada, pero toda la imagen se perdió cuando Raúl pestañeó.
Fascinado por aquella imagen ilusoria, Raúl pasó las páginas y miró el resto de los cuadros. Todos ellos reflejaban escenas y motivos distintos, pero con una línea común. Aquél conjunto de sombras que apenas podría llamarse rostro estaba siempre presente, de una u otra forma.
En el retrato de una hermosa mujer, sentada en una habitación soleada, se veía una oscuridad extraña, humanoide pero inconcreta, recortada en la ventana del fondo. En el paisaje que ilustraba el cartel la figura estaba también presente, como el recuerdo de un sueño al pie de las montañas bermejas, como una amenaza que se acerca lenta pero inexorable.
Tan lejano en el paisaje, y tan cercano, ocupando todo el lienzo, en aquél otro cuadro por el que estaba abierto el catálogo… a punto estaba de percibir la conexión cuando la mano, helada y húmeda, se posó en su nuca tan suave como el ala de una mariposa, y sintió que su corazón se detenía por un segundo y que un grito brotaba de su garganta con tal fuerza que casi pudo sentir cómo se desgarraban sus cuerdas vocales.

Su corazón tardó casi cinco minutos en recuperar el ritmo normal, mientras David, sentado en el sillón, seguía riéndose de la broma. Al salir del servicio había visto a Raúl enfrascado en el catálogo, y regresó al baño, se mojó las manos y se acercó despacio, poniendo luego sus palmas empapadas en la nuca de su amigo, que se había llevado un susto de muerte.
-Tío, si te ves la cara…¡jajaja! –reía David-, te cagas, macho.
-Joder, cabrón, tú no sabes el susto que me has dado.
David cogió un cigarro del paquete y lo encendió entre breves toses provocadas por la risa.
-Haber elegido la “muete”…
-Bueno, anda –Raúl cogió de nuevo el catálogo y encendió un cigarrillo para él -. ¿Has visto estos cuadros?
Aspiró el cigarrillo hasta el filtro, mientras David repasaba las fotografías con atención. Pasaron un par de minutos que a Raúl se le hicieron eternos, y después su compañero devolvió el catálogo al sobre.
-No sé, tío –dijo luego-, yo no entiendo de arte. Algunos molan, pero el manchurrón negro ese… no sé, algunos no me dicen nada.
Raúl iba a hablarle de la extraña figura, de cómo parecía acercarse paulatinamente en cada nuevo lienzo, aunque el orden en el que los cuadros aparecían en el catálogo no era el correcto para reflejarlo. Sin embargo, no lo hizo. No supo por qué, tal vez por encontrar ridícula la amenaza que veía en aquella figura, ahora que trataba de expresarla en palabras para que otra persona la entendiera.
Al día siguiente Raúl fue solo a la sala, porque sus amigos estaban todos estudiando o trabajando. Encontró a dos operarios de la empresa de transporte esperándole, con la furgoneta ya abierta y algunas cajas en el suelo, junto a la puerta.
-Ya era hora, tú –protestó uno de ellos, un hombre rechoncho con la cara picada por las cicatrices de un acné mal curado.
-No sabía que traíais otra exposición –protestó Raúl.
-Pues ya ves. Lo que nos han mandaó, macho.
Raúl abrió la puerta de la sala, sorprendido por el frío que surgió de la penumbra, como un animal amenazado que encontrase de pronto una vía de escape. Incluso los transportistas retrocedieron presa de un escalofrío involuntario. En cuestión de media hora los nuevos cuadros estaban depositados en el interior, aún sin desembalar pero ya a salvo del frío de la calle.
Después, los de la empresa de transportes se marcharon, dejando solo a Raúl. Éste encendió un cigarrillo, se sentó en el sillón y repasó el albarán que acababan de entregarle. Casi inmediatamente vio el error.
Habían descargado veintiséis bultos, veintiséis cuadros que se alineaban ahora junto a la pared. Pero en el albarán sólo se detallaban veinticinco. Alguien se había equivocado.
-No me avisan de la exposición, me dejan los catálogos en la calle, no me dicen cuándo los traen, y ahora esto…joder.
Enfadado y nervioso, Raúl fue hasta el almacén, donde guardaba algunas herramientas, marcos de repuesto, atriles y un teléfono. De paso, subió el termostato. Hacía mucho frío, más del que justificaba el clima exterior.
Cerró la puerta y se sentó ante el teléfono.
Marcó el número de la oficina central de la Caja, y después la extensión que le pondría con la responsable de la Obra Social, su jefa. Eran las dos menos cuarto de la tarde, así que aún estaba a tiempo de hablar con ella antes de que saliese.
Habló con ella durante cinco minutos, y al acabar se sintió empapado en sudor. De pronto, la puerta cerrada que le separaba del almacén parecía una floja barrera entre lo cuerdo y el absurdo. Y, más allá, aquellas figuras oscuras, con su latente promesa que aún no podía descifrar.
Raúl siguió sentado, fumando, durante más de media hora. Miraba aquella puerta continuamente, sin moverse más que para dejar caer la ceniza en el bote de coca-cola recortado por la mitad que utilizaba como cenicero.
Durante aquella media hora pensó en lo que había hablado con su jefa; ella no sabía nada de aquella colección de cuadros. De hecho, no esperaba que le llegase nada durante toda aquella semana, y la siguiente exposición prevista en su sala era la de la filatelia local, que todos los años se celebraba en las mismas fechas.
Tampoco sabía nada de los carteles enviados, ni quién les habría encargado en la imprenta, aunque aseguró que hablaría con ellos inmediatamente para enterarse. Después de todo, esos cuadros habrían salido de algún sitio, y la imprenta siempre cobraba una parte del importe como señal, antes de realizar el trabajo, así que ella encontraría en seguida a quien hubiese cometido el error, ya que no podía ser otra cosa que un error.
Al cabo de un rato, el teléfono sonó, rompiendo el silencio como si fuese una capa de hielo fino, y sus astillas se clavaron en los tímpanos de Raúl antes de que fuese consciente de que se había quedado dormido.
Sólo era el teléfono móvil, un mensaje de Alberto, uno de sus amigos, que le preguntaba si ese fin de semana se apuntaba a un viaje a Segovia. Un fin de semana en Segovia, con aquellas chicas que conocieron la semana anterior. Tampoco es que Raúl recordase muy bien a las chicas, tal vez porque pasó gran parte de la noche del sábado hablando con el viejo Jimmy Bean.
En todo caso, no era mala idea. Desgraciadamente, tendría que trabajar el domingo por la mañana si aquella exposición se confirmaba, pensó mientras salía del almacén. Se detuvo en medio de la estancia, paseando sus ojos alucinados por la fila de cuadros, ahora desembalados y al descubierto, que se apoyaban contra la pared. Como un pelotón de fusilamiento dispuesto a disparar a la orden del sargento.
Todos los cuadros estaban desembalados. Todos a excepción de uno, que permanecía al final de la hilera. “Ese debe ser el sargento”, pensó incoherentemente Raúl. Olvidó responder al mensaje, y el móvil quedó en su mano laxa, inútil como una espada ante… bueno, ante un pelotón de fusilamiento.
Trató de recordar cuándo habían desembalado los cuadros, pero estaba bastante seguro de no haberlo hecho. Completamente seguro, podría jurarlo ante un tribunal. Clavó sus ojos en el cuadro que, según su criterio, culminaba la colección, el que representaba a la figura oculta entre los trazos negros y grises. El título del óleo, según el catálogo, era “A TU LADO”. Se acercó despacio, buscando con la mirada aquellos ojos insinuados en pinceladas grises, mientras continuaba andando, con la lentitud pegajosa de un mal sueño. Una nubecilla blanca de aliento condensado surgió de su boca pese a la calefacción.
Estiró la mano para tocar el marco, sin apartar la mirada de aquellos ojos irreales, y en ese momento                    la vibración sacudió todo su cuerpo, haciendo que saltase hacia atrás, que se apartase de la desconocida fuerza que surgía del marco como un calambre, como una descarga de baja potencia. Cayó al suelo y se arrastró hacia atrás, usando los talones y los glúteos para impulsarse, pero la vibración se repitió, y Raúl supo que aquello, lo que fuese, le había atrapado… hasta que percibió que la vibración surgía sólo de su mano izquierda, donde aún apretaba el teléfono móvil. Miró la pantalla. Sólo era Alberto, llamando. Raúl no pudo contener la risa y cayó cuan largo era en el suelo, mientras las carcajadas sacudían su cuerpo. Se llevó el teléfono al oído y pulsó la tecla, tratando de contener su risa, cada vez más histérica e irracional.
-Dime, tío.
-Oye, soy Alberto.
La obviedad del comentario desató un nuevo ataque de risa.
-¿Qué te pasa, tío? –la voz de Alberto sugería que la risa se le estaba contagiando, y Raúl pensó que tal vez la risa también mordiese- ¿Estás bien?
-Sí, sí –se sentó en el suelo-. Bueno, dime.
-Nada, que Sara, la tía esa de Segovia, ha llamado a David…
Raúl recordó con más claridad. Sara era la chica con la que se enrolló David, y tenía tres amigas. Otra, de nombre María, o tal vez Marta, se había enrollado con Jorge, y los demás estuvieron con las otras chicas, hablando, bailando un poco (haciendo el oso, más bien), y tomando unas copas.
-…y le ha invitado a su cumpleaños. Bueno, nos ha invitado a todos, tío, en una casa de allí.
-Joder, ¿en una casa sólo con ellas?
-Ya te digo. Viven allí, compartiendo piso y eso, y dicen que vayamos. De todas formas, ahora a las siete ha dicho David que va para la sala y habláis. Pero apúntate, tío.
Desde luego, Raúl tenía intención de apuntarse, porque las perspectivas de un fin de semana con cuatro tías en su propia casa eran, como poco, prometedoras.
-Bueno, ya hablaré con mi hermano para que venga el domingo por la mañana…
Y en ese momento cayó en la cuenta. ¿Ahora a las siete? ¿Llevaba allí toda la tarde? ¿Cuánto tiempo había dormido? Miró su reloj de pulsera. Marcaba las seis cincuenta. Jooder, se dijo. Más valía que aprovechase el tiempo y empezara a colocar los cuadros, antes de que su jefa llamase, confirmando la exposición. Si no, no tendría tiempo para colocarla el día siguiente y abrir a la hora.
En principio pensó colgar los cuadros en el mismo orden en que figuraban en el catálogo, pero después siguió su propio criterio, que era lo que solía hacer. Colocó primero el paisaje montañoso, donde la sombra era tan pequeña que apenas se apreciaba. Como si se acercase desde el horizonte. O como si surgiese de las raíces de la montaña, tal vez.
Continuó así, colocando los cuadros de forma que marcasen el acercamiento de la misteriosa figura. A las siete, cuando David llegó, había puesto ya diez pinturas en sus ganchos. Los demás estaban en el suelo, pero ya ordenados y listos.
-Hola, chaval –saludó su amigo-, vaya frío hace aquí, ¿estás ahorrando en calefacción?
Raúl miró a su amigo, y David tuvo la misma sensación de incomodidad que sentimos cuando despertamos a alguien de un sueño profundo, en esos instantes en que nos mira sin conocernos, en que sus ojos pasean sobre nosotros sin vernos realmente, como si no existiésemos, como si fuésemos objetos desenfocados. Una sensación que nos desestabiliza, tal vez a un nivel puramente atávico. Porque, ¿de que otra forma podemos estar seguros de la propia existencia, más que a través de la percepción de aquellos que nos rodean?
Y sin embargo, la idea no fue formulada como un pensamiento consciente, ni siquiera como una impresión. Simplemente, Raúl parecía distraído… espeso, lejano.
-Bueno, bueno…-David miró el cuadro que Raúl colgaba en ese momento-, nos vamos a Segovia, ¿no?
En el cuadro, la hermosa mujer se sentaba en una silla de mimbre, y aprovechaba la luz de la ventana para trabajar en una labor de bordado que sostenía en su regazo. Su rostro, ligeramente ladeado e inclinado hacia la labor, era pálido y delicado, y los ojos entornados brillaban con fuerza, reflejando una personalidad poderosa, remarcada por la línea firme de la mandíbula.
Sin embargo, si uno se fijaba bien, podía darse cuenta de que los ojos no estaban enfocados hacia la labor, sino girados hacia la ventana, como si tratase de captar en el extremo de su campo de visión a la sombría figura de la ventana. Tal vez, se dijo Raúl, por eso está tan pálida.
En ese momento, David se inclinó para coger el siguiente cuadro de la serie, en el que varios niños jugaban a rayuela en el patio de un colegio, bajo la atenta mirada de cuatro monjas sonrientes y vestidas de blanco. De nuevo, la sombra estaba presente, en este caso apoyada con indolencia en una farola cercana a los niños, tan cercana a la rayuela dibujada con tiza en el suelo que cualquier niño que llegase a su extremo estaría al alcance se sus brazos. Una de las monjas, una anciana de aspecto cansado, miraba a la figura en vez de a los niños. Raúl pensó que su expresión estaba más cerca del llanto que de la sonrisa, pero con la imprecisión que caracterizaba a aquél artista desconocido.
Cuando David extendió sus manos para coger el cuadro, Raúl sintió una súbita alarma.
-¡No lo toques! –gritó.
(Podría estar vivo. Podría moverse)
-Vale, vale –se apartó David, extrañado-. Te veo tenso…
-No, que va –se justificó Raúl-, es que ya sabes, me gusta colocarlos a mi manera.
David se encogió de hombros, se apartó y encendió un cigarrillo. Pese a su fingida indeferencia, Raúl percibió que había ofendido a su amigo, y trató de solucionarlo.
-Oye, ¿por qué no vas colocando los focos? Ya sabes, un poco indirectos, que no deslumbren.
-Claro, tío. Faltaría más.
Los siguientes minutos transcurrieron en calma, y por primera vez aquél día Raúl se sintió relajado. Hicieron planes para el fin de semana, bien regados de chistes verdes y fantasías que luego, seguramente, no se cumplirían. Poco después todos los cuadros estaban colocados, y Raúl retocó la posición de algunos focos mientras David salía fuera, para llamar a la chica de Segovia y confirmar lo del fin de semana.
-Es curioso como se acerca esa cosa de sombras, ¿verdad? Como si el pintor sugiriese que se acerca un poco más en cada cuadro -comentó Raúl antes de que el otro saliese de la sala.
David se giró en la puerta. Miró los últimos cuadros, jugueteando en su mano con el móvil, como si no estuviese muy seguro de lo que iba a decir.
-No sé…yo creo que no se acerca, es que crece –Raúl le miró, sorprendido por la idea-. Claro que yo no entiendo de estas cosas.
Y salió fuera.
Raúl observó de nuevo los cuadros. Que crece. Qué estupidez. Desde luego que no podría crecer, porque en cada cuadro había obstáculos físicos, como la ventana o la verja que rodeaba el patio de juegos, que habrían impedido el crecimiento de aquella cosa. El crecimiento físico, claro.
Pero, ¿y si no representaba algo físico?
Retrocedió hacia la puerta para ver el efecto total de los oleos, y sintió que tropezaba con algo. A punto estuvo de caer de espaldas por el sobresalto, mientras se giraba rápidamente, dispuesto a golpear a David si era él con otra de sus bromas estúpidas.
Pero no había nadie tras él.
Miró al suelo, y allí estaba el cuadro que no figuraba ni en el albarán ni en el catálogo, aún embalado. Lo desembaló y se dispuso a colgarlo, contemplando el dibujo. Era  tan solo un lienzo blanco con escasas pinceladas en gris, que no representaban nada. Incluso el gris era tan claro y desvaído que apenas se distinguía del blanco. Resultaba visible más por el volumen de la pincelada que por la diferencia de matiz.
-Bueno, el pintor sabrá. Aunque rompe toda la línea –dijo en voz alta mientras colgaba el cuadro.
David entró cinco minutos después. En el exterior había anochecido completamente, y el frío era tan cortante como una chapa de acero. Llevaba subido el cuello de la cazadora, y la mano que sujetaba el teléfono roja, casi entumecida. A decir verdad, también la otra. Pese al aire helado había fumado mientras hablaba con la chica.
-Eres un puto gigoló, Raulito. Bajito y todo, no sé qué las das… –dijo mientras entraba-. La pelirroja esa, Marisa creo que se llama, ha preguntado por ti. Tienes que ven…
En ese momento David se dio cuenta de que Raúl no estaba en la sala. La temperatura había aumentado mucho, y supuso que su amigo había puesto la calefacción a tope. Bien, ya era hora. Como Raúl no había salido, presumió que estaba en el almacén haciendo algo importante. O en el servicio, haciendo algo aún más importante.
Se puso a contemplar los cuadros para pasar el rato, y se dio cuenta de que había uno nuevo, junto al que representaba una mancha de oscuridad, ese llamado “A tu lado”. El nuevo estaba etiquetado como “Nueva adquisición”, y representaba una larga estancia con las paredes cubiertas de cuadros. En el centro de la sala, dos hombres con aire intelectual, bien trajeados, contemplaban los cuadros expuestos. Uno de ellos tenía esa pose tan típica, tan esnob, de brazos cruzados y mano alzada, acariciando el mentón. Tras ellos, parcialmente oculta, una figura oscura, humanoide pero indeterminada, salía por la puerta de madera, tras la que se adivinaban unas rejas de hierro. Llevaba de la mano, como quien arrastra a un niño pequeño, a un hombre rubio y bajito, de anchas espaldas.
-En este cuadro hay un tío que se parece a ti, macho –gritó a la sala vacía, esperando que Raúl le oyese-. Bueno, de culo, claro.
Y se sentó, dispuesto a esperar que Raúl volviese de donde quiera que hubiese ido.









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